Europa, ¿hacia una Federación? (I): El equilibrio de poder

Publicado originalmente en Euroxpress, el 22 de Septimbre del 2011.

, de Óliver Soto

Europa, ¿hacia una Federación? (I): El equilibrio de poder

Artículo de Óliver Soto Sainz, presidente de los Jóvenes Europeístas y Federalistas de España, sobre la noción de «equilibrio de poder», que si bien garantizó la paz en el viejo continente, habrá de superarse para lograr una verdadera integración europea.

“Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas consista exclusivamente en su poder público inferior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos — y con conciencia de ello desde hace cuatro — viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el “equilibrio europeo” o balance of power.” (José Ortega y Gasset, extracto del ‘Preludio para los franceses’ en La rebelión de las masas)

Corría 1931 cuando José Ortega y Gasset escribió estas palabras, pero ochenta años más tarde siguen siendo tan válidas como entonces. Nosotros, los europeos, nos hemos enfrentado durante siglos para resolver nuestras disputas internas a través del sistema que bien advirtió el filósofo español. Las potencias europeas han tenido una actitud a lo largo de la historia muy diferente dependiendo de si se trataba de un enemigo europeo o de otros continentes. Mientras que hacia otros continentes Europa exportaba el imperialismo, hacia sí misma la relación ente los grandes poderes era de rivalidad y avenencia. Así, el equilibrio europeo de poderes consiste en un sistema de alianzas que hizo que los países se agruparan para evitar la hegemonía de uno solo.

El principal objetivo de la política europea tradicionalmente fue restablecer el equilibrio, en lugar de la completa aniquilación del adversario. Precisamente los únicos intentos por la vía militar de la unificación de todo el territorio europeo no pudieron sino encontrarse con la oposición de todos los demás países. Y es que en la política de equilibrio de poderes los enemigos de hoy son probablemente los aliados del mañana y la desaparición de un gran poder podía dejar un hueco que deshacía los complicados contrapesos entre potencias. Las paces de Westfalia (1648), los acuerdos del Congreso de Viena (1815) o el Congreso de Berlín (1878) no son más que pruebas claras del restablecimiento explícito de las fronteras para mantener dicho equilibrio. Un predominio temporal podía ser tolerado e incluso aceptado, pero a condición de que no durara mucho. De esta forma, España, Francia, Austria-Hungría, Gran Bretaña, Suecia, Alemania… todos ellos tuvieron su momento de gloria.

La exageración de los tratados europeos de los conflictos franco-alemanes nos ha llevado a olvidar que nuestro sangriento pasado común es muy anterior a las guerras más recientes y que la construcción europea implica un paso mucho más profundo que la reconciliación entre Francia y Alemania. Tras el horror de la Segunda Guerra Mundial, los europeos han reformado la manera en que el equilibrio de poder se produce: en lugar de guerras, que sólo pueden conducir a la destrucción mutua debido a los desarrollos tecnológicos, eligieron la mesa de negociaciones para resolver sus controversias y mantener el equilibrio. Con el tiempo y la experiencia las reuniones se hicieron tan habituales que se solidificaron en instituciones. Lo que Schumann y Adenauer dieron fue el siguiente paso lógico para un proceso en curso: aclarar a través de instituciones relaciones crecientes entre países, descartada ya, por fortuna, la vía de la guerra.

Pero el espíritu de la política europea, el equilibrio de poder, imperceptible al público, se mantuvo y sobrevive en nuestra cultura colectiva. Alemán, francés, italiano o belga, todos se reconocieron europeos y estrecharon sus lazos para comenzar un proyecto común pero, a pesar de las palabras amistosas, los europeos fueron, y en parte siguen siendo, todavía una suma de pueblos. Una desconfianza que dura siglos no se puede borrar en una o dos generaciones, sino que permanece hasta que es detectada y combatida. La crisis ha servido más que nunca para evidenciar lo que estaba latente: no hay un enemigo exterior que impide el avance de Europa, no hay un ataque por parte de otras potencias, sino simple y llanamente un problema de confianza en el seno de Europa. Así, los europeos marchan de la mano de sus gobiernos inconscientes de que las “ayudas” a otros países no son más que préstamos, de los cuales se saca un rédito, para poder sostener sus propios sistemas bancarios. La especulación de la deuda nacional de países europeas no viene motivada por países extranjeros, sino que son europeos mismos quienes especulan para aumentar sus beneficios. La política de apretarse el cinturón no es más que la conveniencia alemana de mantener su tasa de crecimiento. El elevado precio del euro es una compensación para compensar el precio del petróleo aunque ello dañe la capacidad de exportación de determinados países. Y así un largo etcétera en el que los intereses de una parte se anteponen a las soluciones de conjunto.

Nuestra actitud diaria, sentirnos primero como españoles, finlandeses, franceses o griegos hace que la desaparición de la desconfianza sea menos probable. Incluso hoy día los Estados Unidos no han sido capaces de llegar tan lejos y elegir a su presidente en una sola elección en sufragio universal, sino que eligen compromisarios por Estados para garantizar que el presidente no nace sólo de los Estados más poblados. Si pensamos y nos sentimos europeos, si pensamos y creemos que hay un pueblo europeo, ¿podríamos ser capaces de aceptar lo que la mayoría de los europeos decida? ¿Necesitamos todavía la tranquilidad de las dobles mayorías de personas y Estados para mantener el equilibrio? ¿Somos capaces de confiar que Francia y Alemania no planean una absorción del resto de países europeos bajo sus normas? ¿Y más aún, serían Francia y Alemania capaces de aceptar otros liderazgos más decididos? Hoy nuestros gobiernos, nosotros mismos, todavía tenemos más en mente mantener el equilibrio de poder que la idea de avanzar juntos en un proyecto común que todo el mundo excepto unos pocos tienen miedo de definir. Ése es el verdadero desafío del futuro de Europa.

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