Cuando el filósofo y político italiano Gramsci escribió en 1926 sobre momentos de crisis y sus “desbordantes síntomas mórbidos”, no pudo haber previsto la actual situación de crisis pública, política, económica y social. Hoy en día, podemos quedarnos con la moraleja de su disertación: «si queremos evitar el claroscuro en el que surgen los monstruos, debemos traer al nuevo mundo» y el feminismo puede ayudarnos en esta tarea.
Es de esperar que, ante una situación de desigualdades e incertidumbre en aumento, la preocupación social y el pánico moral encuentren la vía para manifestarse a nivel político. En este contexto, la política del miedo controla el discurso público, y nuestro pasado es la prueba de que este tipo de discurso está muy lejos de los principios para los que se creó el proyecto europeo. Cada vez son más comunes la discriminación, la segregación y las políticas exclusivistas, como también la rivalidad, el individualismo y el egoísmo. Si queremos evitar una ola de desconfianza, el euroescepticismo y las políticas de extrema derecha, debemos actuar, y debemos hacerlo como federalistas europeos. Sin embargo, como federalistas que somos, aún nos queda un largo camino común por recorrer, y podemos aprender mucho de otros movimientos políticos que tratan de construir una sociedad más inclusiva, cooperativa e igualitaria.
En su último libro, los sociólogos y filósofos franceses Pierre Dardot y Christian Laval argumentaban que construir un federalismo genuino «solo es posible desde la cooperación, y no la competición» [2]. Sucesos recientes corroboran este punto; de hecho, las dificultades para llegar a un acuerdo en cuanto al Plan Europeo de Recuperación Económica, o para visualizar una respuesta común para la crisis, como observamos con el cierre de las fronteras del espacio Schengen o el acuerdo fallido sobre los coronabonos, parecen estar levantando muros entre los Estados miembros y los ciudadanos; precisamente, los mismos muros que tratábamos de abolir al apostar por la solidaridad europea para afrontar asuntos transnacionales.
Si hay algo en lo que los recientes movimientos feministas han tenido éxito, ha sido en traer consigo el concepto de lo común mediante sus acciones colectivas, construyendo comunidades que subrayan la importancia de los espacios públicos comunes, como las calles, las plazas o incluso los sistemas de bienestar públicos. La posibilidad de construir el mundo cooperativamente ha vuelto a poner el cuerpo en el centro de nuestras estrategias políticas. El cuerpo se ha convertido en el elemento central de esta estrategia política, no solo porque posibilite a las feministas abarrotar las calles o porque politice la violencia y el riesgo que las mujeres sufrimos, sino porque nos permite exponer la total vulnerabilidad y precariedad de nuestros cuerpos. En este caso, no veo la vulnerabilidad como un rasgo negativo, de debilidad y desamparo. Al contrario, la percibo como una condición básica de la vida y de la existencia social, la franqueza que nos constituye como seres que influyen y son influidos por otros al mismo tiempo [1].
Esta sinceridad y fragilidad nos permiten enfatizar la interdependencia que organiza y condiciona nuestras vidas. De hecho, solo podremos entender la importancia de los lazos que nos unen, si reconocemos el impacto de nuestras acciones sobre los demás, así como la manera en la que nuestros encuentros dan forma a nuestras vidas.
El feminismo nos ha enseñado que es posible construir una narrativa polifónica, una que incorpore múltiples (a veces incluso contradictorias) voces que, al articularse, den paso a una comunidad más amplia. Todo esto ha sido posible porque reconocemos que somos vulnerables e interdependientes, que nos necesitamos las unas a las otras, y que no podemos operar como individuos independientes y autosuficientes. Es por ello que el feminismo ha creado una comunidad revelando nuestra capacidad de influir en los demás, y partiendo de este punto para forjar un proyecto común.
Es el momento indicado para abandonar la creencia de que nuestra participación en una comunidad está condicionada por el hecho de pertenecer a la misma. De hecho, la pertenencia a una comunidad no debería entenderse come una consecuencia, sino como una causa. Al participar en un proyecto común, estrechamos lazos y articulamos las voces que forman la comunidad. En otras palabras, no se trata de participar en el proyecto europeo porque somos europeos, sino de construir el proyecto europeo mediante la participación en él, y, en consecuencia, formándonos mutuamente como europeos.
La Unión Europea es más que solo una política monetaria o un control de fronteras común. Es el acto de creación de una comunidad entre iguales, entre individuos interdependientes que necesitan interactuar y que están abiertos a la conversación que constituye una red afectiva, política y social común. El feminismo puede enseñarnos a hacer eso mismo. Si queremos evitar el periodo de transición en el que surgen los monstruos, debemos comenzar construyendo esta comunidad federal, como una comunidad de transformación social. Debemos orientar el camino de nuestra Europa federal, hacia el de una comunidad basada en la interdependencia, la colaboración y el cuidado mutuo, y debemos hacerlo ahora.
Seguir los comentarios: |